
Y tú eras mi Norte. Ahora tengo una brújula inservible y estropeada, que no sabe hacia dónde mirar.
Contacto físico experimental.
Algo que llene tanto como para saciar la sed que tengo de conquistar fronteras intransitables de los circunflejos de tu espalda, navegación por el dorso de tu mano forjada en vaselina desgastada, recorrer con minuciosidad la zona de tu cintura mientras me retracto en la posibilidad de hacer descenso por los recodos de tu columna. Pero las manos se me empequeñecen, tu cuerpo se vuelve demasiado intocable para las yemas tan sucias que la genética me ha dado y me abrazo a mí misma por miedo a volverme loca sin el acercamiento de algo menos frío que la mampara de la bañera.
Agarro con fuerza el agua, intentando pellizcarla una y otra vez. Hasta que consiento que ella se resbale por mi cadera, y se pierda con el resto, para que al menos ella disfrute de la compañía que se merece.
No quiero resignarme a la idea de que no existes, de que lo único que nos queda es tu recuerdo y unas fotos en blanco y negro por tu amor a la saturación. “Qué idiota”, pensarás. Y te entiendo, porque a mí me dice alguien que se ha comprado el champú que yo utilizaba para olerlo cada noche y cada mañana, que tiene enmarcadas las cartas que escribía para que sigan intactas, que va cada sábado al banco de siempre para representar tardes ya pasadas, y supongo que yo también le tacharía de loco maniático que no acepta que el río desemboque en un mar de cenizas.
A pesar de eso, me sigo desmayando en la cama para pensar que las sábanas son tus brazos, y que el óxido del recuerdo aún no me ha producido un tétanos por ti irremediable.
P.D: Porque fue este año cuando supe de la existencia de tus célebres palabras, y qué menos que dedicarte como mínimo un pequeño rincón en esta libreta de palabras virtuales. Como tú decías: "Después de todo la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida", y tu síntoma será recordado por toda la historia de la literatura y en el estuche de los recuerdos que guardo en mi cajón.
Descansa en paz, Mario.
Le miró con el desasosiego estampado en cada pupila de ceniza.
-¿Qué posición ocupo en la lista de tus prioridades? –lo dijo rápido, intentando no atragantarse con las palabras y aparentar serenidad al mismo tiempo.
-Ninguna –susurró, sin apenas inmutarse, y comenzó a jugar con un mechón chocolate de su pelo. Enrollando y desenrollando cada fibra capilar, como si de un spaghetti se tratase, y sus dedos fueran el tenedor.
-¿Quieres decirme que ni tan siquiera me puedes dar el último puesto? Eso es muy patético –la angustia se la comía por dentro, pero no lloraba por miedo a desbordarse y manchar su vestido nuevo-. Al menos podrías haber ido con más tacto a la hora de decírmelo…
-Me gustan tus gafas –se limitó a contestar.
-¿Qué…?
-Eso, me gustan tus gafas. Y no importa si están sucias, si tienen una mota de polvo en el cristal, si con el tiempo pasan de moda y acaban en algún escaparate de viejas antiguallas, o si alguien las chafa y se fragmentan en mil añicos. Seguirán siendo mis gafas favoritas –dejó de juguetear con el pelo y deslizó la yema del dedo sobre la clavícula de Nadia-. Ah, y no eres una prioridad en mi vida, de ésas tengo muchas. Pero tú eres única, así que tan sólo puedes ser calificada de necesidad.
Compré un tarro de mermelada rellena de naranja amarga. Ni siquiera me gustaba, no tenía ni un ápice de apetito; pero, a pesar de todo, la compré.
Quería escabullirme de lo dulce, de aquella masa pegajosa de praliné con trocitos de almendra bañado en “chocolat” negro, de aquella manteca de cacao que sobrepasaba el límite hipocalórico que podía ingerir en lo que llevaba de día.
He invertido demasiado tiempo en amarme a mí misma, y tengo que ergonomizarme en facturas amorosas plausibles para el corazón; necesito adaptarme a toda esta contaminación que taladra el intento de respirar, a bocanadas diminutas y contando el flujo de componentes de la nomenclatura química, para que no me dé un ataque por no saber en qué terreno me meto.
Una vez he deglutido unas quince cucharadas, ya no hay amargor ni acritud, tan sólo queda la añoranza a los bombones de caja roja, concretamente al blanco, el que más engorda y el que no se trata estrictamente de chocolate. Pero es tan dulce, que en todos los sentidos me recuerda a ti.