Su joven corazón le espetaba que viviese como cada uno de los personajes que aparecían en las novelas que leía.
“Hoy seré una trágica Sybil Vane”, intervenía de repente. Y mañana quizás se cubría de gloria bajo la piel de algún héroe carcomido por el paso de los años.
Empapelaba su habitación con recortes de revistas que ni siquiera leía, amaba hombres con los que no había hablado y suspiraba por historias que jamás había vivido. Fumaba sólo por ver las volutas de humo desvanecerse en el pesado aire estival. Escribía poesía aun sin tener ni idea de qué significaba que un poema era alejandrino. Y así pasó la mayor parte de su adolescencia, haciendo cosas que ni siquiera comprendía pero que parecían llenarla de felicidad con tan sólo mencionarlas. Pero el tiempo, como en casi todos los casos, voló inexorablemente. Se tiñó su pelo negro tizón de un matiz nacarado, las manos se le surcaron de arrugas irregulares, las falanges se le doblaron como hilos de alambre oxidados y su mirada se cubrió de un delgado velo opaco. El mundo cambió ante sus ojos aguados, tornándose extraño y extranjero. “¿De qué hablarán todas esas personas?”, solía decirme cuando nos sentábamos en uno de los bancos del paseo marítimo. “¿Adónde van, Marcel? A veces me gustaría saber por qué van tan deprisa. Y tú y yo aquí, con hedor a muerte y huesos vacíos. ¿Adónde van, Marcel?”.
Aquí os dejo un pedacito de mi nuevo proyecto de novela: "Corazones con Alzheimer."