viernes, 31 de diciembre de 2010

Ninfómanos de la vida (última parte)








A los pocos días de haberse mudado a mi austera morada Irina ya comenzó a planear un viaje por Francia.

-Qué sería de nosotros si nos morimos sin conocer mundo y sin salir de estas cuatro paredes. Dime, Dmitry, qué sería de nosotros si nos ahogásemos entre las fronteras del Volga.

Y mientras yo, enfrascado entre volúmenes sobre el pensamiento humano, y mientras ella, hablándome sobre el Maison Carrée o no sé qué historias. Asintiendo, una y otra vez, como cortando el aire con la coronilla y como si éste pesase tanto que hubiese que repetir el proceso en repetidas ocasiones.

-Me pesa que te muestres tan alienado en todos tus pacientes, cariño. Aquí podemos seguir fingiendo que nada de esto nos afecta, pero a veces pienso que cuando me besas todavía tienes en la mente toda esa terminología barata de la psicología –continuaba ella, acicalándome con cuidado un mechón de pelo que cruzaba mi frente-. Mañana mismo podríamos marcharnos si quisiéramos. ¿Qué nos lo impide? Me gustaría saberlo, porque quizás sí haya algo que nos ata a estas tierras y yo todavía no me haya percatado.

La miré con suspicacia, sopesando la respuesta para no herirla y que no encharcara todos mis papeles.

-No romper el hilo de la cotidianidad, querida –tercié.

Ella abrió la boca para decir algo, pero pareció que de repente cayera en la cuenta de que no había palabras adecuadas o que las que tenía en mente no eran suficientes, por los que se las tragó a regañadientes. Quizás fueran impresiones mías, pero me pareció que una delgada línea de lágrimas le asomaba por el lagrimal. No tuve tiempo para deducirlo. Se marchó dando un fuerte portazo.

Continuó insistiéndome sobre nuevos viajes las semanas siguientes, pero yo continuaba negándome. Seguíamos haciendo el amor todas las noches, aunque mi cuerpo extenuado por las horas de trabajo se dejaba llevar como un navío a la deriva, intentando aguantar las duras embestidas del cuerpo de Irina. A medida que el tiempo pasaba, nuestras pupilas se vaciaban poco a poco. Nuestros cuerpos se fueron amoldando al del otro como por arte de magia, el olor de su pelo se confundió con mi aliento a nicotina, y ya ni siquiera sabíamos si al tocarnos era piel extranjera o la propia. La llegué a encontrar tan mía que ni me importaba no hablarle, porque habría sonado tan demente como hablar con uno mismo.

Y así fue como ocurrió. Con el paso de los días nos sumimos en un silencio ensordecedor. Un silencio mecánico, rutinario y deslavazado, de los que no permiten ni un jadeo de excitación.

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Se oyen campanadas de fondo que anuncian una despedida, pero a mí no me salen los adioses y te susurro unas palabras de bienvenida. Entonces casi llega la última. La última de las doce, marcadas por el día y mes de mi cumpleaños, y te siento mío de la misma forma que siento al mundo bajo mis pies. No hay tiempo en tus viejas pupilas, ni temblor por miedo en mis manos. Te repito un adiós helado como el invierno, añorando todo lo pasado pero sin miedo ante lo desconocido.




domingo, 19 de diciembre de 2010

Ninfómanos de la vida III

En la consulta me sentía cómplice de un sucio juego que sólo Irina y yo conocíamos, lo que hizo que me sintiese tan dichoso como ella decía. Mientras la vieja señora Nóvikov me hablaba de sus problemas para dormir y de que ya no se hablaba con sus hijos porque éstos se habían marchado al norte de Surgut, yo mantenía en mi mente el movimiento oscilante del cuerpo de Irina. Cómo su piel de armiño se me escapaba inevitablemente y sus rubios cabellos trigados se desparramaban sobre las blancas sábanas. El rastro violeta que me iba dejando desde la clavícula hasta la pelvis. El cigarro de después y sus pies fríos tocándome las piernas.

-Del pequeño ya ni tengo constancia de cuáles son sus inquietudes. Quizás haya muerto en el frente y a mí ni se me haya dicho. ¡Qué se le iba a decir a la pobre y loca señora Nóvikov! Nada de nada, por supuesto. Tal vez tenga nietos y yo como si nada. Claro, ¿así cómo va a poder una dormir? Sé que me dice que no es bueno que me tome más de una pastilla antes de intentar conciliar el sueño, pero la ansiedad me puede y hace que me tome un par más. O tal vez sean ya las ganas de morir de una vez por todas, de que me encuentren muerta en mi propio lecho por sobredosis de pastillas para dormir. ¡A dormir para siempre se haya dicho! Recéteme pastillas también para la ansiedad, haga el favor.

Irina totalmente desnuda, apenas cubierta por una delgada línea de las sábanas. “Voy a quitártelas, quiero que lo sepas”, le decía. Ella huía riendo, mirando hacia atrás de vez en cuando mientras la perseguía por la habitación. Y ella portando todavía las sábanas por pudor juguetón, como un inmenso laberinto afrodisíaco del que jamás íbamos a escapar. Se oían violines, tocaban violines a las doce y media de la noche. Un allegro cada vez más acelerado que nos incentivaba las ganas de continuar con todo aquello. “Corre, corre. Que no me vas a alcanzar, querido Dmitry”, profería ella.

-¿Está ahí, señor Kozlov?

Venga a correr como descosidos, reencontrándonos de vez en cuando con besos extasiados y sintiéndonos partícipes de algo que parecía nunca terminar. Tap-tap-tap. El ruido del parqué al crujir bajo nuestros pies descalzos. Besaba su vientre al tiempo que la retenía entre mis brazos. Ella me mordía de vez en cuando, me pellizcaba en el brazo pidiendo como loca que la dejase escapar, que ella era un pájaro y los pájaros debían de ser libres como el aire. Así que ahí que la dejaba volar, con su larga trenza enmarañada saltando de un lado a otro, enrollándose a su cuello como una pitón. Respiraba entrecortadamente y casi tuve la sensación de que se me ahogaba entre las manos, así que se me ocurrió darle bocanadas de aire con cuatro o cinco besos más. “Ven, vamos a hacerlo una vez más, todavía hay tiempo antes de que te marches”, susurraba ella.

-¿Me oye, señor Kozlov? Parece que acabe de tener una alucinación o sólo dios sabe qué… Yo con que me dé mis pastillas, conforme.

Finalmente le receté las dichosas pastillas tal y como me pedía. Así de sencilla era la resolución de los problemas para una pobre anciana: medicamentos. Y para el resto de mortales que no pasábamos de los cincuenta: sexo y erotismo.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Ninfómanos de la vida II








A la mañana siguiente entró en el cuarto de puntillas, como pretendiendo que no me despertase de forma demasiado brusca. Me besó en la frente con delicadeza y su olor a nicotina se me metió hasta en las cejas. La busqué con las maños pero ella huía revoltosa y jugueteando, como retozándose ante mi incapacidad matinal de ver con claridad.

-Ahora no, querido. Es hora de que marches a trabajar si no quieres que el trabajo se acumule

-¿Y si finjo enfermedad? Una mañana sin ir tampoco me va a saber a indecencia.

-¡Ya lo creo que sí! Tú debes de ir sin romper el hilo de la cotidianidad. Sabes de antemano que si rompemos ese hilo, terminaremos por volvernos adictos de la vida, unos ninfómanos que no saben dónde está el límite de la excitación y de lo ordinario –repuso ella, acariciando mi rostro con ambas manos-. Yo seguiré esperándote aquí, como siempre. Te prepararé una cena digna de un rey y tú pensarás que todo va bien. Nos acostaremos como cada noche, de nuevo, y a la mañana siguiente todo volverá a recomenzar.

-¿No nos sentiremos acaso cierto día cansados de toda esta secuencia infinita que parece nunca terminar? –inquirió yo, algo aterrado.

-¡Por supuesto que no, querido Dmitry! La seguridad de tener un buen plato, un buen empleo y una mujer que te dé lo que quieres al fin del día le es suficiente al hombre para sentirse lleno como el que más. Siéntete dichoso con todo esto, ya que pocos como tú disfrutan de algo así.

Asentí levemente para darla por complacida, pero dentro de mí todavía había una espina incrustada que me impedía respirar como antaño.

Siento haber tardado tanto en responder comentarios y en volver actualizar, pero es que se me estropeó el ordenador y no he podido continuar antes el relato.