La húmeda y temprana lluvia empapa nuestros labios como los del joven Elis fueron bañados con el agua del roquedal. El repiquetear de las campanas y el tenue vendaval enternece nuestro aliento, cansado de provenir de unos pulmones calcinados. Junto a la abundante hiedra del desnudo árbol, un elegante cuervo grazna sobre el ángel de mármol. Y el musgo, que todo lo enferma y embellece a su paso, también cubre nuestros párpados y nuestra lengua; nos impide pronunciar nuestros nombres, porque de nada sirven esos vocablos sin epitafio que los acompañe. Es imposible no sucumbir al retumbante silencio alojado en este mausoleo abierto, del mismo modo que no podemos cerrar los dedos sin que las falanges nos crujan como goznes bajo nuestra entumecida y mortecina piel. Las corintias columnas que enmarcan esa sepultura no consiguen ocultar la enfermiza soledad de una carne ya inexistente. Ni siquiera el plomizo cielo que se cierne sobre este viejo cementerio sabe reflejar muy bien de qué viven los muertos.
- Libro: La muerte en Venecia, de Thomas Mann.
- Película: The reader, de Stephen Daldry.
- Música: Matty Groves, de Fairport Convention.