Hacía tanto frío que astillaba hasta el respirar, pero tú ni siquiera te inmutabas. Aun estando totalmente desnuda, con la piel de armiño llena de arañazos y heridas, la mirada cielo se te había solidificado por momentos, y sólo tenías campo de visión para las copas de los árboles. Te susurré algo al oído, pero estabas demasiado absorta en tus propios pensamientos como para responder siquiera. Olías a humedad, a barro y a lluvia.
-¿Te ocurre algo? –te repetí de nuevo, sin poder dejar de contemplar tu virginidad otoñal, que se esparcía poco a poco sobre un lecho de hojas caducas.
-No es nada, sino tiempo –me respondiste a media voz, que sonó tan inocente que se perdió en la penumbra.
-Escucha, vamos a reinventarlo. Lo haré por ti si es necesario. Hallaré alguna forma, aunque todavía no sé cómo. ¿Lo entiendes, Aimeé? Algo que nos permita huir, escapar de este infierno sin llamas, pero de camino al día de mañana –las palabras se me atragantaban en la garganta-. Puedo…
Me callaste con la mirada. Qué curiosa forma de hacerme mantener en silencio con pupilas que lo decían todo a los cuatro vientos.
-El instante es mío, y si lo considero, mío es el que hizo año y eternidad primero – citaste. Era aquel poema alemán que te había leído ayer-. No te preocupes, porque no es nada. No es nada, sino tiempo.