Vi
que las hojas bailaban a ritmo pausado, con miedo de abandonar la rama
conocida, con inseguridad al besar, finalmente, el frío y mojado asfalto. Tú te
quedaste quieto antes de cruzar, como si allí mismo algo te hubiese atravesado
de punta a punta, como si hubieses avistado algo que todo lo cambiaba. Por pura
inercia –o tal vez curiosidad– seguí el hilo de tu mirada y, entonces, la vi.
Poseía una belleza de las incuestionables, aquella que puede permitirse el lujo
de escaparse de los límites impuestos por la subjetividad. De manos a boca supe
que no era bella para x. Era bella, sin más. Me fue imposible no recurrir al
pensamiento que todo lo calma: la belleza caduca. La piel se pliega, los
cabellos se apagan y la figura se encoge. Algún día ella pasaría de ser un
brote tierno de primavera a una hoja seca de otoño. Recordé entonces todas
aquellas cartas que yo te había escrito, todos aquellos renglones torcidos y de
caligrafía imperfecta. Me asoló la angustia y recé para que conservases todos
aquellos escritos, para que guardases aquellas palabras inmarcesibles, aquella
voz que no cambiaría de tono y que nunca tenía por qué silenciarse.