Es incoherencia, perplejidad, anatomía efervescente y ganas de soñar. El rostro se le crispa cuando frunce el entrecejo, con las pecas revoloteándole las mejillas y los rizos bermellones jugando a despuntar. Guarda siempre los pensamientos juguetones en los hoyuelos simétricos, porque dice que así sólo le vienen a la mente cuando sonríe. Los decibelios de excitación le estallan en cada tímpano, el equilibrio se le derrama por la clavícula y colecciona conchas de caracol adornadas con pinturas acrílicas chillonas.
Tiene cuatro mil doscientas razones para vivir, y solamente unas quince para cortarse las venas en la moqueta del cuarto de baño. Pero Violeta es tan vivaz que quiere quedarse eterna en la adolescencia, con todos sus encantos a flor de piel y el verano sonriéndole desde la esquina. Así que se suicida a mediados de mayo, cuando el follaje de su pelo todavía no se incendia con el crepuscular estival. Se hunde en el agua fría de la bañera, con el camisón rosa de franela, el pelo recogido en una trenza y todos los recuerdos a buen recaudo: en las grutas infranqueables de su virginidad.
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