sábado, 24 de agosto de 2013

Cronopios de verano




El aroma a lavanda se entremezclaba en el denso aire de verano, como un rastro tímido que se resiste a cobrar demasiada importancia. Su piel de armiño se tostaba poco a poco, adquiriendo el agradable color de las hojas del abedul en otoño.
Permaneció varios minutos contemplando una blanca mariposa. Daba pequeños saltos en el aire, virando de repente a merced de los apenas perceptibles cambios de brisa. Cerraba sus finas y tersas alas de golpe al posarse sobre el tierno tallo del rosal. Había inseguridad en su vuelo, como si no supiera a ciencia cierta junto a cuál de todos los estambres se detendría.
Pensó que era extraño que hubiera sobrevivido a la noche, al olvido, al tiempo. Veía su hogar en aquel joven olivo, pero la promesa de lo conocido había dejado de existir. Esa sensación perenne de ser extranjera en todas partes, de no pertenecer a ningún trozo de tierra. Vagar sin nombre, con un pasado que podría haber sido de cualquiera. Y le pareció que quizás todo aquello no era cierto, que todas aquellas personas nunca existieron en realidad, sino que fueron un producto de su mente que, atormentada por la soledad, los había ido creando como un demiurgo con ganas de dar vida.

La vida. Hacía tiempo que no se sentía tan viva como ahora. Quizás porque no se preocupaba por vivir, sino que, sencillamente, respiraba y contemplaba. Y observaba como una espectadora que no había sido invitada, como una intrusa que espiaba escenas que no le habían tocado vivir. Se había reencontrado con aquella mente perezosa que podía pasarse inerte durante horas, limitándose a disfrutar del declive del sol y del paso de los minutos, como si no hubiera ningún punto final que tuviese que ser escrito.

domingo, 11 de agosto de 2013

Estación de encuentro




No hay nada más cierto que esta piel que se pudre, que estos pies que se cansan de caminar y esta niebla que anega los ojos. Podríamos hablar durante horas, debatir sobre qué hay al final del trayecto y tejer las próximas despedidas, pero nos mantenemos en silencio, con las palabras enredadas en los labios y dos corazones arrítmicos que nunca saben ponerse de acuerdo. Y esa lista infinita de “podríamos” nos brinda alas y al mismo tiempo nos ata al suelo, nos subyuga a la posibilidad de que nunca se cumpla.
La estación está ante mí, como un monstruo de hierro que no duerme, una máquina de sueños que empapa de luz y humo la ciudad. Siempre pienso que son lugares donde se fabricaban las historias, donde el mundo parece un poco menos grande y las manos juegan a desenlazarse.

Con pasos trémulos y ausentes, bajo la atenta mirada de un revisor que no parece reparar en mi nerviosismo, me adentro entre el gentío y comienzo a buscar. Observo como una niña que supervisa minuciosamente un escaparate de una tienda de juguetes, intentando localizar algo que haga girar los engranajes de mi corazón, oxidados por el paso del tiempo. Mis ojos recorren inquietos cada rincón de la estación, se posan como golondrinas sobre los andenes, los raíles y la cúpula de vidrio que se yergue sobre mi cabeza, hasta el punto de que este incesante revoloteo acaba por marearme. Creo que empieza a llover, o acaso es producto de mi cansancio. Y las gotas de lluvia martillean mis sienes, las agujerean hasta que no hay nada más que un andén vacío y un mecanismo roto que no deja de traquetear.