El
aroma a lavanda se entremezclaba en el denso aire de verano, como un rastro
tímido que se resiste a cobrar demasiada importancia. Su piel de armiño se
tostaba poco a poco, adquiriendo el agradable color de las hojas del abedul en
otoño.
Permaneció
varios minutos contemplando una blanca mariposa. Daba pequeños saltos en el
aire, virando de repente a merced de los apenas perceptibles cambios de brisa.
Cerraba sus finas y tersas alas de golpe al posarse sobre el tierno tallo del
rosal. Había inseguridad en su vuelo, como si no supiera a ciencia cierta junto
a cuál de todos los estambres se detendría.
Pensó
que era extraño que hubiera sobrevivido a la noche, al olvido, al tiempo. Veía
su hogar en aquel joven olivo, pero la promesa de lo conocido había dejado de
existir. Esa sensación perenne de ser extranjera en todas partes, de no
pertenecer a ningún trozo de tierra. Vagar sin nombre, con un pasado que podría
haber sido de cualquiera. Y le pareció que quizás todo aquello no era cierto,
que todas aquellas personas nunca existieron en realidad, sino que fueron un
producto de su mente que, atormentada por la soledad, los había ido creando
como un demiurgo con ganas de dar vida.
La
vida. Hacía tiempo que no se sentía tan viva como ahora. Quizás porque no se
preocupaba por vivir, sino que, sencillamente, respiraba y contemplaba. Y
observaba como una espectadora que no había sido invitada, como una intrusa que
espiaba escenas que no le habían tocado vivir. Se había reencontrado con
aquella mente perezosa que podía pasarse inerte durante horas, limitándose a
disfrutar del declive del sol y del paso de los minutos, como si no hubiera
ningún punto final que tuviese que ser escrito.