jueves, 29 de julio de 2010

Mad world

Nosotros no estábamos locos: éramos unos “jodidos perturbados”. O al menos eso era lo que el guardia del pasillo solía mascullar entre dientes cuando hacíamos de las nuestras. Lo repetía como unas quinientas veces al darse cuenta de que Paul se meaba encima de camino a los aseos. Había perdido el brazo izquierdo en la guerra de Vietnam, por lo que suplicaba sonriendo al guardia que se la aguantara mientras lo hacía, ya que era zurdo de nacimiento. Como era lógico (o al menos eso creo, porque el doctor Woolrich dice que no tenemos todavía afianzado ese concepto), el guardia se negaba, y éste terminaba apestando a orina y dándole más trabajo al servicio de limpieza.

Pero Paul era un gran tío, de eso estoy seguro. Me gustaban sus pómulos marcados y la forma que tenía de sonreír, como si fuera la cosa más difícil del mundo, realizando una mueca estrafalaria con el carrillo izquierdo. Qué tío, cualquiera habría apuntado que era de izquierdas, pero la verdad es que en cuanto a ideología política, era menos rojo que la sangre de la reina de Inglaterra.

Luego estaba Cornell: el fumador empedernido. Era todo un veterano allí, aunque nunca llegó a revelarme las razones que le condujeron al manicomio. Tenía tres hijos y una bonita esposa cuando la locura llamó a su puerta. Ocurrió mientras cortaba el césped. Dicen que se quedó parado, con la vista fijada en el cielo. Intentó acabar con su vida con una cuchilla de afeitar.

Con eso aquí no hay problema, porque todo objeto mínimamente cortante está prohibido. Sin embargo, Cornell consiguió sus propósitos a finales del año pasado. Fue por el tabaco, aunque no de la forma convencional. Resultó ser toda una ironía, porque el médico no dejaba de repetirle que el tabaco terminaría con su vida, ya que contenía gran variedad de sustancias nocivas. A pesar de eso, la nicotina no tuvo la culpa. Cogió un cigarro más de su cajetilla y le prendió fuego al filtro. Se cortó las venas, ya saben. En su habitación había sangre por todas partes. Todavía hoy sigo preguntándome cómo algo tan blando pudo rebanar su curtida y gruesa piel. De todas formas, yo me pregunto demasiadas cosas numerosas veces. Es por eso por lo que estoy aquí.



Éste es un relato que escribí en mi Moleskine durante un largo trayecto en coche. La verdad es que no estoy acostumbrada a redactar cosas así, pero en aquel momento fue lo que me venía. Me marcho a Inglaterra y no regreso hasta el 17 de agosto, así que hasta entonces no podré responder comentarios. Lo más seguro es que cuando regrese publique la sinopsis y un trocito de la novela que llevo escribiendo casi un año, para ver qué os parece y tal. Pasadlo bien en mi ausencia. ¡Os echaré de menos! :)

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martes, 20 de julio de 2010

Carta a una señorita en París (segunda parte)

París, 30 de junio de 1958

Querido Sven:

Pensé que jamás volvería a saber nada de ti. Habría sido algo normal, desaparecer sin dejar rastro alguno. Y con esto no te lo reprocho, pues en estos momentos es lo último que quisiera hacer, que no te quepa la menor duda.

Apenas puedo hacerme a la idea de las calamidades y penurias por las que estás pasando. Pero supongo que tú siempre has sido una persona inquieta, que nunca tiene los pies en la tierra y que recorre mundo porque no cree pertenecer a ninguna parte. Yo soy una chica con principios ya pactados; así me lo han inculcado desde muy temprana edad y así ha de ser. No puedo decepcionar a mis padres, aunque eso ya lo sabes.

Empero, aunque estemos distanciados durante el resto de nuestras vidas, te agradecería (y no sabes cuánto) que nos mantuviésemos en contacto por correo. Cuéntamelo todo. Cada una de las cosas que hagas y todos los sitios que visites. Quizás suene algo indiscreto, pero es algo que necesito. ¿Nunca has querido ser mosca para escuchar todo lo que ocurre en algún lugar sin que nadie se percate? Bien, pues yo siempre quise sentirme así algún día. Me encantaría ver la vida a través de tus ojos, intentar entenderte un poco más, ya que apenas pude hacerlo cuando estaba a tu lado.

Yo, por mi parte, prometo relatarte los hechos más relevantes que ocurran en mi vida –pues soy consciente de que a ti las banalidades te importunan-.

Aquí las cosas marchan con una rutina que a ti terminaría por asfixiarte. He terminado por acostumbrarme a la muerte y al dolor en el rostro de los heridos, pero todavía se me encoge el corazón al perder una vida entre mis manos. Porque es así y no de otra forma; aferro con mis pequeños dedos sus manos ensangrentadas en un último intento por infundirles tranquilidad. Cuando estaba con mis estudios me convencía a mí misma de que al ver pasar tantas veces ante mí infinitas defunciones, terminaría por ser algo normal. Pero, ¿es acaso eso bueno? ¿Tomarse a la muerte como algo cotidiano? A veces creo que hay determinadas cosas que no han de tomarse a la ligera.

Cuando una vida se esfuma, el ambiente se torna pesado y sólo puede instalarse un indefinido silencio que parece no terminar. Tú no lo aguantarías. Sé que no soportas el silencio, necesitas desgarrarlo de cualquier forma: tarareando una canción, soltando alguna onomatopeya, chascando los dientes, rascando superficies… Así que espero que estas palabras puedan romper el silencio de mi voz en tu cabeza. Imagínate que te cuento todo esto con mi voz variable pero suave (tal y como tú decías), que te cojo entre mis brazos y que te pierdes entre mi extraño olor a desinfectante.

Te quiere,

Edith.

Miles de gracias por los 24 comentarios en la antigua entrada :)

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lunes, 12 de julio de 2010

Carta a una señorita en París


Berlín, 17 de junio de 1958

Querida Edith:

Ante todo, comunicarte (aunque eso lo habrás deducido tú solita) que no estoy muerto. Sé que llevo unos quince meses sin escribirte, pero no he encontrado otra ocasión más propicia para hacerlo.

No sé qué tal irán las cosas por París; sin embargo, puedo asegurarte que por aquí no hay ningún lujo a unas cuantas manzanas. Friederich y yo nos metimos de ocupas en un pequeño antro en Ackerstraße, donde apenas cabemos los dos y el pequeño bichón maltés que nos encontramos abandonado. La insalubridad se respira en cada rincón, por lo que he tenido que apartar unos cuantos excrementos de rata para poder escribirte esto. Recuerdo que la semana pasada teníamos tantas bolsas de basura acumuladas en el recibidor que a duras penas se podía respirar. El hedor es todavía más insoportable debido a las altas temperaturas, no sabes las ganas que tengo de que llegue el frío.

Después de relatarte una suculenta a la par de breve descripción del ambiente desde donde te escribo, voy a pasar a lo primordial.

Lo nuestro terminó con la rapidez con la que los días de pesadumbre se pierden en el olvido. Ambos sabíamos de la imposibilidad de llevar a cabo algo así. No supimos llevar el hilo conductor de la relación, así que éste terminó por deshilacharse. Envejecíamos mirando al tiempo con desprecio. Al cabo de dos meses juntos nos sentimos demasiado atados el uno al otro. Comprendimos que llegaría un día en el que algo nos lanzaría al mar y cada uno intentaría nada hacia orillas distintas, por lo que terminaríamos ahogándonos.

Todavía tengo presente tu olor a desinfectante. Quizás suene vulgar y habría sonado mejor algo así como a amapolas o a flores silvestres, pero no podía tratarse de otra cosa al provenir de una enfermera francesa. Maldita sea, de veras que no sabes lo que es estar pegado al maldito bote de alcohol las veinticuatro horas del día. Friederich dice que voy a terminar colocándome y que algún día me reventarán las fosas nasales, pero a mí no me importa. Tanto da, sinceramente. Él no lo entiende. Fuiste mi peor vicio, así que qué menos que algún rastro insignificante de las malas costumbres. Qué menos, desde luego.

No quiero escribir un adiós (ni siquiera un “hasta luego”), porque no soy de los que se despiden de forma tan corriente, ni de los que finalizan con frases memorables.

P.D: Te pido disculpas por mi mala caligrafía y por el manchurrón de café en la esquina, fue en un descuido.



domingo, 4 de julio de 2010

Hacer el amor a orillas del Volga







El otoño comenzaba a cernirse sobre Samara, y en el ambiente se respiraba un aroma aperlado que contrastaba conjuntamente con el graznido de los cuervos. El cielo se tornaba más grisáceo con el paso de los días, semejaba un manto monocromático que iba cubriendo toda Rusia en tan sólo un abrir y cerrar de ojos.

Y allí estábamos los dos; juntos, observando la superficie del Volga por manía inculcada desde niños. Hace años solíamos bañarnos desnudos, dejando constancia de nuestra inocencia ante los ojos alarmados de algún que otro viandante.

Pero aquella vez todo era distinto. El vodka recorría cada ramificación venosa de nuestro organismo, y la luna llena brillaba con una intensidad plateada incomparable. No había nadie por los alrededores, así que habíamos aprovechado para hacer el amor a orillas del río, aun teniendo la piel erizada a causa del frío y aunque nuestros labios hubieran adquirido un tono morado. No nos habíamos molestado en volvernos a vestir, por lo que permanecimos en silencio durante una media hora. Lyudmila tenía la barbilla sobre las rodillas dobladas, magulladas por alguna que otra piedrecita. Empezó a separar mechones de su pelo trigueño y a enlazarlos en una larga trenza.

-¿No tienes frío? Estás tiritando –le dije mientras pasaba mi brazo por su espalda.

-No, así estoy bien, de veras –rehusó de mi abrazo-. Anton, eres demasiado mecánico al hacer el amor. Acompasas bien el ritmo, lo tienes todo milimetrado, jamás te falta el aire, ni jadeas, ni susurras mi nombre. ¿Cuándo aprendiste? Y lo más importante: ¿cómo lo aprendiste? Quizás alguien te dijo que era como montar en bicicleta.

Sonreí azorado.

-Tú me enseñaste a montar en bicicleta –respondí.

-Sí, y tú conseguiste no caerte ni una sola vez. Siempre pretendes ser perfecto en todo lo que te propones, y esto no va así.

-Bueno, pero soy técnicamente una máquina en la cama.

-Sí, técnicamente.

Nos miramos a la vez durante unos segundos. Acto seguido, explotamos a reír sin control. No sé si por efectos del alcohol o por la estúpida ocurrencia, pero el caso es que fue la mejor noche de nuestras vidas.


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