Rhoda loves to be alone. She fears us because we shatter the sense of being which is so extreme in solitude.
The Waves
Se
aproxima al grueso cristal, con la inseguridad propia de alguien que no pisa
suelo conocido. Los casi etéreos copos de nieve aterrizan sobre las lápidas,
que pasan de lucir una fina capa de musgo húmedo a vestirse de blanco para el
invierno. Las notas de piano vibran en la habitación en el orden que Satie las
dispuso, la envuelven como el hálito templado que minutos antes había chocado
contra la piel de su cuello. Su ausencia la reconforta, pues una breve
despedida reaviva las ganas por el reencuentro.
Entonces
cae en la cuenta de que es cierto aquello de que todo no era más que una eterna
tensión, un tira y afloja en el que se encuentra la búsqueda perpetua, el
constante deseo de hallar el momento y el lugar exactos que permitan la
coincidencia. Ya es un azar lo de estar viviendo. De ahí que el escenario tras
la ventana se le antoje distante y falaz, como si no fuera más que un fruto de
la casualidad que sean sus ojos los que aquel cementerio contemplan. Un
conjunto de variables tan frágil, tan propenso a no ser cierto, que termina no
siéndolo.
La
incógnita la acompaña casi sin tregua, la persigue sin que ella intente escapar
siquiera. Ella duda con gusto, sobre todo entre estas cuatro paredes que tanto
amenazan con desprenderse. Esta cárcel de ladrillo que, por suerte o por
desgracia, trae consigo una seguridad inquebrantable, una rutina perpetua e
inalterable. Así que estos días en los que el año ya toca a su fin, se aferra
al tiempo con ambas manos, bebe de esa realidad con una sed insaciable. De
forma intensa, atropellada, casi enfermiza.
A
veces ocurre que, en ese ininterrumpido abrazo, le fallan de repente las
fuerzas. Durante unos segundos no es capaz de amarrarse con el mismo ahínco. Todo
se vuelve detestable a causa de su propia naturaleza efímera.