A
veces se siente que, por inercia, el mundo ha dejado de girar. Que se ha
quedado suspendido, como una mota de polvo que se niega a continuar luchando
contra el viento, como una hoja caduca que flota sobre el lago apacible, donde
el rumor del agua apenas se eleva por encima de la propia respiración. Y en esa eterna quietud inquebrantable,
inundan las ganas de contemplar. De ver más allá de los límites que traza el
camino, de atravesar el linde del bosque y atreverse a soñar qué es lo que
esconden los arbustos. Comenzar, de este modo, a olvidar. A olvidar el abismo
que se erige bajo nuestros pies, los escritos inacabados, la taza fría sobre la
mesa y las palabras que nunca se atrevieron a salir de la bóveda de tu paladar.