Por
las noches todo es azul melancolía. Porque no hay momento del día donde me sienta más sola que
de noche, cuando el silencio se apoderaba del ambiente y los pensamientos se
abalanzan sobre mí como una lluvia de abril que arrastra todo el polvo de las calles.
Y afuera los grillos cantan con violines oxidados, el viento mece las hojas
perennes y las fuentes lloran sangre. Porque cuando dijiste que te marchabas a
capitales de rascacielos grises, nadie te cogió de la manga de la chaqueta para
retenerte, nadie se dignó a plantar un tímido beso en la mejilla de los que
duran semanas sobre la piel. Habría combatido aquella tormenta eléctrica,
gritado como una demente para detener el tren y me habría reído delante de los
destinos predefinidos.
“Te
saludaré como una madre que despide a su hijo recién levantado y con legañas en
los ojos”, comentaste jocosamente. Y yo, confiada de tus palabras, arrastré
como pude la pesada maleta, el único burdo recuerdo material que conmigo se
venía. Cuando subí al tren, me precipité hasta el primer asiento que encontré,
esperando poder divisar algo por las rendijas de los empañados cristales del
vagón. Entrecerré los ojos por si la vista me fallaba, pero nada de eso. Tú ya
te habías marchado, y no había más que un revisor de tren que deambulaba de un
lado a otro del andén.
El
gigante de metal se puso en marcha y cogió velocidad, hasta que la estación no
fue más que una pequeña mota difusa en el horizonte debido a mi miope visión. Y
me pregunté si ya habías subido al coche, si habías arrancado el motor y habías
regresado por la misma carretera por la que habíamos venido. En el vagón
reinaba un silencio sepulcral, hasta el punto de que me daba miedo respirar
demasiado fuerte. Porque tal vez si aguantaba dentro de mí todo ese aire, si no
dejaba escapar el dióxido de carbono y no continuaba oxidándome por dentro, el
instante quedaría suspendido y el sol nunca volvería a rozar el horizonte.